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Cien años del Reina Regente
Cien años del Reina Regente
El
domingo es un día más en la mar. Tal vez se relaja algo
la faena, pero no la disciplina; los buques necesitan seguir
navegando y los buques en la mar son tan orgullosos como egoístas
y reclaman en todo momento la atención de los hombres que los
sirven. La maquina necesita constante cuidado, en el puente todos los
ojos son pocos y el personal en cubierta ha de devolver
constantemente a su sitio las cosas que la mar, caprichosamente, se
empeña en desmadejar.
Por
eso, el domingo 10 de marzo de 1895 aparecía, en principio,
como un día más. Ninguno de los miembros de la dotación
del barco podía sospechar que iba a ser el último de su
vida. O quizá si, la tormenta que con negra mano habría
de arrastrar al flamante crucero al fondo de los océanos se
había desencadenado con tal virulencia que es probable que
algunos de los hombres que en las entrañas del barco soñaban
con llegar al día siguiente a su destino y a sus hogares
recelara y tuviera miedo. Miedo de aquellas imponentes olas, miedo de
la fragilidad de la nave que los conducía, miedo, en
definitiva de que la tragedia se ensañara con aquel barco que
ya había dejado constancia en varias ocasiones de que no había
sido construido para desafiar las iras de Anfititre.
En
efecto, desgraciadamente la construcción de aquel buque,
ambiciosa en su planeamiento, resultó sin embargo, un cúmulo
de desaciertos. El casco constituía toda una revolución
para la época, acero dulce Martin repartido entre sus 79.3
metros de eslora y sus 15, 53 de manga. Con un puntal de 8,92 y un
calado de 5,95 metros, desplazaba para ese calado 4.664 toneladas. El
armamento, previsto de cuatro torres González-Hontoria de 20
cms, resultó lamentablemente sustituido por otras tantas de 24
cms, lo que le proporcionó un característico cabeceo
que bien pudo contribuir a su horrendo final.
Sin
embargo, los sucesivos comandantes informaron bien de él. Los
tres primeros, capitanes de navío don Vicente Montojo, don
Manuel Warleta y don José Pilón, incluso ponderaron sus
virtudes marineras. El cuarto y ultimo en completar el mando del
buque si se quejó. Se trataba del capitán de navío
don José de Paredes, que con ocasión de la navegación
que le llevó a Nueva York para celebrar el cuarto centenario
del Descubrimiento, propuso el cambio de la artillería
principal a la original de 20 cms. Según él, el
excesivo peso, principalmente a proa, confería al barco un par
de adrizamiento corto, por lo que con mal tiempo, "embarcaba alguna
agua, y con la mar de través, aunque el buque tomaba bien la
mar, respondía muy lentamente a esta". No resulta difícil
aventurarse a pensar que con estos argumentos pudiera ser que el
barco no tuviera tiempo, por su lentitud, para recuperarse de golpes
de mar extraordinariamente fuertes, lo que por otra parte es algo que
aguarda antes o después a todos los buques que navegan los
océanos. El capitán de navío Paredes concluía
su informe resumiendo que el buque era bueno, siempre que se
subsanasen los defectos que señalaba.
Pero
no se subsanaron y, así, con la misma falta de estabilidad con
que fue construido le llegó al buque su hora más
amarga. Era domingo, pero los domingos no existen en la mar.
El
sábado ya había hecho malo, sin embargo no era cosa de
desairar más aún a la embajada mora que procedente de
Madrid había embarcado al objeto de ser transportada a Tánger.
Entonces no existían las comunicaciones de hoy y los mejores
buques de la Armada eran utilizados, además de en la defensa y
como medio de asegurar el comercio marítimo y la expansión
colonial, como arma de prestigio, función esta tanto o más
importante que el resto, máxime cuando en el caso que nos
ocupa no venia mal enseñar los dientes al incómodo
vecino del sur con el que por aquel entonces nos unían unas
tirantes relaciones, convenientemente disfrazadas de cordiales.
Tiempo
atrás, un destacamento español en Melilla, ocupado en
obras de fortificación en el fuerte de Cabrerizas, sufrió
el ataque de un contingente marroquí que, entre otros, dio
muerte al general Margallo, jefe de la guarnición. Este
incidente puso a los españoles al borde de la guerra con los
moros, situación que se evitó gracias al talante
negociador de nuestro general Martínez Campos que llegó
a un acuerdo de satisfacción con el vecino sultán.
Con
este motivo se destaco a nuestro país una comisión
negociadora al frente de la cual marchaba en calidad de embajador
extraordinario un tal Sidi Brisha. Ocurrió que a la salida del
hotel donde se hospedaba, este embajador fue agredido por un general
que pretendió de esta manera vengar la muerte de su compañero
Margallo, por lo que el gobierno, que acababa de firmar un ventajoso
tratado, se vio obligado a hacer ciertas concesiones con respecto a
las indemnizaciones pactadas y naturalmente puso todo su empeño
en que la embajada mora retornara cuanto antes a su país,
tratando de evitar mayores contingencias. Por esta razón, no
pareció seguramente buena excusa para dilatar la marcha de tan
molesto invitado el fuerte viento que desde por la mañana
había comenzado a soplar desde poniente, lo que por otro lado
es cosa bastante corriente en la zona.
Cualquiera
que haya navegado a poniente del Estrecho con mal tiempo sabe de lo
incómoda que resulta la navegación, tanto si el viento
es de levante como de poniente. Esta situación de incomodidad
puede llegar a hacerse grave y peligrosa si los vientos se reciben
atemporalados del SW. Se conservan algunos datos meteorológicos
del día del 10 de marzo de hace cien años que se
exponen en cuadro aparte. De entre estos datos, tal vez lo más
reseñable sea el extraordinario descenso del barómetro
en un minúsculo período de tiempo, es decir, la
tormenta se presentó prácticamente sin avisar. El
barómetro acusó una bajada fortísima (hasta los
733 cms de mercurio a las 18:00). El estado de la mar a la hora del
naufragio debía de ser muy confusa debido a la combinación
de distintos trenes de ola, consecuencia del rápido movimiento
de la borrasca, unido a las caprichosas corrientes y fondos pocos
profundos de la zona. El resto lo hizo la desafortunada estructura
del propio barco.
MOVIMIENTO
DEL BARÓMETRO
HORA
| DIA 7
| DIA 8
| DIA9
| DIA 10
| DIA 11
| 06:00
| 763,1
| 763,2
| 760,9
| 754,5
| 741,6
| 12:00
| 763,6
| 763,6
| 761,1
| 748,7
| 747,0
| 18:00
| 762,8
| 761,5
| 759,4
| 733,3
| 751.0
| 24:00
| 763,6
| 761,3
| 762,1
| 739,3
| 753,2
|
El
caso fue que el Reina Regente, al que los gaditanos preferían
llamar simplemente la Regente, bien pertrechado, casco y
máquinas en excelente estado, partió de Cádiz el
día nueve poniendo enseguida proa a la vecina Tánger.
Eran las once y media de la mañana y esa misma tarde recalaba
frente a la ciudad africana. La costa, muy tomada, desaconsejaba la
aproximación a tierra por lo que el comandante, capitán
de navío Francisco Sanz de Andino, tomó la prudente
decisión de dar el ancla en la rada y esperar.
En
la mañana del día siguiente el práctico se
presentó a bordo con idea de enmendar el fondeadero, pero por
lo penoso de la faena se desestimó finalmente la maniobra. La
embajada mora desembarcó en un remolcador del puerto corriendo
grave peligro, pues para entonces el viento refrescaba ya del SW y la
mar de poniente barría con fuerza las cubiertas del buque.
Algún desembarco más, sin embargo, debió de
producirse, pues no se entiende si no el hecho de que solo dos
marineros sobrevivieran a la tragedia y precisamente por haber
perdido el barco en Tánger. Parece más lógico
pensar que debido al fuerte temporal no pudieran reembarcar después
de haber bajado a tierra por alguna razón. El caso fue que,
efectivamente, estos dos marineros fueron los únicos miembros
de la dotación que conservaron la vida. Ambos continuaron
prestando servicio, uno como repostero de guardiamarinas en el otro
Regente y el segundo como panadero a bordo del Alfonso
XIII.
A
las diez y media de la mañana, ya con el puerto cerrado al
trafico debido a las difíciles condiciones atmosféricas,
el Reina Regente levó anclas y después de doblar
el Muelle Viejo puso rumbo NW en dirección a Cádiz, a
donde tenía cierta prisa por llegar, ya que al día
siguiente se había de llevar a cabo en los astilleros de Vea
Murguía la botadura del crucero Carlos V, orgullo de los
astilleros andaluces y de la construcción naval española,
pues se trataba del mayor buque de combate encargado jamás a
la industria nacional y ni comandante ni oficiales querían
perder la ocasión de estar presentes en tan importante
acontecimiento.
Desde
tierra despidieron al barco nuestro embajador en Tánger y un
tal Monsieur Malpertuy, dragomán del consulado francés,
cuyo testimonio resultó muy valioso a la hora de recuperar la
memoria de aquellos trágicos momentos. De sus manifestaciones
se desprende que después de dejar el fondeadero y
encontrándose el barco como a unas tres millas de costa se
detuvo, la ayuda de unos gemelos les permitió distinguir a
parte de la dotación dirigiéndose a popa y arriando
algo por la aleta de babor que les pareció un buzo.
Media
hora más tarde el barco se puso de nuevo en movimiento,
desapareciendo más allá del horizonte al poco de la
meridiana. Para entonces la mar era ya espantosa, el viento soplaba
como un huracán y el barómetro en su descenso estaba a
punto de alcanzar los 730 mm. Probablemente los últimos ojos
que vieron la blanca silueta del crucero fueron los de las
tripulaciones de los vapores ingleses Mayfield y Matheus
que se aprestaban a embocar el Estrecho de Gibraltar esperando dejar
por su popa tan tremendo temporal.
Diez
días después de aquel trágico domingo, el
capitán del Mayfield declaraba en la Comandancia de
Marina de Barcelona que el día 10 sobre el mediodía y a
unas 10 millas WNW de cabo Espartel, avistó a milla y media un
buque de guerra de dos palos y dos chimeneas que no pudo distinguir
por no llevar bandera. Puso asegurar que hacía un rumbo NW y
que daba horribles bandazos por ser el viento muy duro. Declaró
también que muy cerca pasó otro vapor inglés, el
R.F. Matheus que se dirigía a Savona. A eso de las doce
y media arreció el temporal que se hizo muy duro, perdiendo de
vista al buque de guerra. Agregó que en aquel momento el buque
ya había perdido las dos vergas y los masteleros, negando que
le hubiera ocurrido lo mismo con las chimeneas, rumor que había
circulado con insistencia durante los angustiosos días que
siguieron a la desaparición del buque.
Las
doce y media de la mañana es la última hora que se
tiene noticia de la situación del buque. Mas tarde... nada,
solo la angustia, la espera de noticias de tantas familias y amigos,
la felicidad en forma de telegrama unos días después
con la noticia del feliz arribo del barco a Canarias, la angustia que
se mantiene durante largas horas hasta que se sabe que el barco
entrado en Canarias es el Reina Mercedes.
La
noticia devuelve la desesperanza a los afligidos corazones de los que
esperan, luego el dolor vuelve a abrirse paso de nuevo cuando la mar,
pocos días después, comienza a arrojar a la costa
restos que son sin duda reconocidos como del Reina Regente.
Metopas
con la "R", banderas de mano, un atacador de 24 cms, una
ampolleta de corredera, incluso un bote apareció en las playas
de Estepona y restos de otro en las de Ceuta; también apareció
un gorro de marinero si bien este ofrecía dudas en cuanto su
procedencia. Pero la esperanza es, en efecto, lo último que se
pierde, máxime cuando el propio ministro de Marina, José
María de Beránger, conferenciaba en el parlamento
diciendo que precisamente debido al fortísimo temporal era
lógico que aparecieran por las playas restos de pertrechos
que ordinariamente se encuentran estibados en cubierta y que mar
enfurecida arrebata con facilidad, además no parecía
muy clara la procedencia de algunos de los restos aparecidos y
señalaba que habían sido muchos los botes, parejas y
bergantines desaparecidos con el temporal y que, poco a poco irían
apareciendo.
Lo
cierto es que nunca más se supo del barco ni de su gente. Hoy,
cien años después, se hace evidente que el Reina
Regente se hundió víctima de un fortísimo
temporal y también de algunos defectos de construcción
que le ayudaron a precipitarse en la oscuridad del océano. Un
siglo después, sin embargo, se mantienen una serie de dudas
centradas fundamentalmente en el misterio que supone la situación
exacta en la que reposan los restos del flamante crucero, o porqué
un buque en el que se conocían defectos de construcción
no se corrigieron, a pesar de que una real orden así lo
ordenaba, o incluso la duda sobre que fue lo impulsó al
comandante, conocedor de las carencias del buque, a hacerse a la mar
en medio de condiciones tan adversas.
Dondequiera
que esté, el Reina Regente encierra en su misterio el último
suspiro de los 412 hombres que aquel día aciago componían
su dotación, pues quiso la fatalidad que a los 372 que
integraban su tripulación regular se sumaran, con ocasión
de aquel viaje, los aprendices de la Escuela de Artillería. A
los dos únicos supervivientes que perdieron el barco en Tánger
habría que sumar los tenientes de Navío Posada y
Navarro que sin duda debieron la vida al hecho de encontrase de
licencia durante la trágica singladura.
Sin
embargo, y aunque no pudiera contarlo, si existió un
superviviente del naufragio. Se trató de un perro, un
magnífico terranova propiedad y orgullo del alférez de
Navío José María Enríquez, quien no tuvo
la suerte del animal y desapareció con el barco. Ocurrió
que tras el naufragio, el animal encaramado a uno de los enjaretados
del crucero fue recogido por un buque inglés de los que se
alistaron para buscar restos por la zona. El perro, adoptado ya por
la dotación que lo había encontrado, continuó
navegando bajo pabellón británico por espacio de
algunos meses. Con ocasión de un viaje a Sevilla, el buque
recaló a la espera de práctico y marea frente a la
localidad gaditana de Sanlúcar, de donde precisamente era
natural el alférez de Navío propietario del animal.
Este no tardó en reconocer la costa y, arrojándose al
agua, la ganó a nado, dirigiéndose inmediatamente a
casa de los padres del infortunado oficial, a los que causó
una gran conmoción, además de impresionar vivamente a
la ciudad que al poco conocía la noticia.
Y
esta es la historia del Reina Regente y de su trágico
final. Hay que decir que a su desaparición dejó dos
hermanos gemelos, el Lepanto y el Alfonso XIII,
prototipos españoles de su antecesor que, a pesar de ser
aliviados de los pesos que probablemente costaron la existencia al
primero de la serie, acumularon tales defectos que eran
sistemáticamente rechazados por los jefes de Escuadra, por lo
que fueron apartados de un servicio que, en realidad, nunca llegaron
a prestar.
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